La mentalidad del lacayo es un fenómeno que requiere algo más que insultos. Necesita un estudio serio sobre la manera en que se implantó y cómo se mantiene. Claro que merece sonoras imprecaciones, pero, insisto, hay que analizarla más allá de esa primera y justificada reacción.
Quede claro que no me refiero al lacayismo de una parte sustancial del liderazgo opositor. Ese tiene sus propias explicaciones, relacionadas con el dinero y otras formas de poder; con los vínculos entre grupos, clanes y familias de aquí y de la potencia dominante. Hablo de la mentalidad lacaya de la gente común, de las clases medias y populares. Es allí donde deberíamos poner la atención.
¿Por qué un venezolano o una venezolana del común es pitiyanqui? ¿Qué mueve a una persona del pueblo a idolatrar a Estados Unidos, un país cuya élite política, para colmo de ironías, desprecia profundamente a todos los que están al sur del Río Grande? ¿Cómo es posible que gente honesta y, en muchos casos, con mucha educación en su haber, solicite y aplauda que Estados Unidos «nos sancione», como si ellos fueran la autoridad mundial, el patrón de la hacienda, y nosotros, los seres inferiores, los peones, siervos o esclavos, obligados a hacer su voluntad o atenernos a las consecuencias?
La mentalidad lacaya se expresa en un imaginario idealizado de Estados Unidos, forjado por su industria cultural y sus poderosos medios de comunicación. Las élites estadounidenses han tenido indiscutible éxito al instaurar todo un haz de creencias, entre ellas las siguientes:
Estados Unidos tiene una democracia ejemplar.
En Estados Unidos opera la separación de poderes.
En Estados Unidos funciona muy bien la justicia, la policía es incorruptible y el sistema penitenciario respeta los derechos humanos.
Estados Unidos es el paraíso de la libre empresa, funciona el mercado y las leyes de la competencia.
En Estados Unidos hay oportunidades de estudio, salud, trabajo y vivienda para todos.
Estas creencias, muy divorciadas de la realidad, son las que inducen al lacayo común a hacer constantes comparaciones negativas de su propio país con respecto a Estados Unidos. Esos mitos conducen al auto-desprecio racial y a la vergüenza por el gentilicio propio. Basta echar un vistazo a las redes sociales para constatar lo comunes que son estas conductas.
A falta de un estudio sociológico o antropológico (al menos acá no lo conocemos), es válido recurrir a la divagación periodística. Una primera causa de la mentalidad lacaya es muy clara: hemos sido, por más de cien años parte de la periferia de un polo de poder geopolítico, militar, económico, educativo, cultural, deportivo, comunicacional y hasta religioso.
De Estados Unidos nos han llegado —durante un largo período, que aún está lejos de terminar— las inversiones, las corporaciones, los bienes y servicios y los modelos y estilos empresariales; las armas y las doctrinas de seguridad y defensa; los modelos educativos, en especial los del nivel universitario; las canciones y las películas con sus narrativas, sus héroes y villanos; el béisbol y otros deportes con su modelo profesional incorporado, opuesto al amateur; las noticias bien filtradas y con ellas la agenda informativa del día a día; la publicidad como quintaesencia del consumismo y una pila de iglesias y sectas diseñadas para servir sumisamente al dios del dinero.
Ese complejo cúmulo de factores constituye la cosmovisión propia de la era de la hegemonía estadounidense, una manera de estar en el mundo, que entró a competir y, en buena medida, logró desplazar a las formas propias de cada uno de los demás países. La dominación se fraguó tanto en los aspectos estructurales (economía, modelo productivo, división del trabajo) como en los superestructurales (la ideología reinante).
Para poner un ejemplo sencillo, esa penetración multinivel es la razón por la cual nosotros, en nuestro cálido clima tropical, nos esmeramos año tras año en tener una «blanca navidad», con copos de nieve en los pinos y un anciano gordo que reparte juguetes en un trineo movido por renos. Y, con ese decorado contra natura (acá no tenemos nieve ni trineos que se desplacen sobre ella ni renos) nos han impuesto el más desaforado consumismo tanto de bienes necesarios como de objetos inútiles.
[Un detalle: en los últimos años, también hemos asumido otra “costumbre” estadounidense: el black friday, con el mismo propósito. Es decir, que la cosa pica y se extiende].
Las estructuras mentales que nos han implantado a todas y todos se solidifican porque son transversales en su reproducción: estamos sometidos a ellas desde nuestros primeros días, las tenemos dentro de nuestras familias, en la escuela, en la calle, en los medios de comunicación, en los trabajos, en los templos. Es algo parecido al Gran Hermano de la novela de George Orwell. Solo los individuos que han hecho un gran esfuerzo intelectual han logrado librarse de los parámetros colonialistas. [Digresión: Incluso muchos de ellos tienen sus debilidades proyanquis o sólo lo son de la boca para afuera y dejan de serlo a la hora de la verdad].
Una segunda explicación del lacayismo, como fenómeno mundial, es el indiscutible triunfo de Estados Unidos en la Guerra Fría, que le permitió ser el polo único de poder global durante varios años, a partir de los 90. Ese período duró poco, en términos históricos, a pesar de que Europa se conformó con ser un vagón de cola. Duró poco porque emergieron varias potencias económicas (China, la principal) y reflotó Rusia del naufragio de la Unión Soviética. Pero las generaciones que vivieron ese tiempo del supuesto “fin de la historia” quedaron marcadas con la convicción de que el predominio estadounidense era el único camino. Y esas generaciones transmitieron tal visión a sus hijos.
Una tercera razón (y última en lo que toca a este artículo) de la mentalidad lacaya, es específica de países como Venezuela, y tiene que ver con los traumas generados por las violentas, brutales, criminales estrategias y tácticas aplicadas durante el último cuarto de siglo contra el giro político que el país dio en 1998.
Si bien los intentos de golpe de Estado, magnicidio e invasión, las medidas coercitivas unilaterales y el bloqueo han generado una admirable respuesta de resistencia en una parte del pueblo, tal parece que en otro segmento han causado el efecto contrario. Ya sea por una especie de síndrome de Estocolmo (apoyo, admiración o hasta enamoramiento del rehén hacia el secuestrador) o por fatiga (“está bien, ya me cansé, contra los gringos no se puede, hagamos lo que ellos quieren”), lo cierto es que esta parte de la población se ha entregado en brazos de los poderes imperiales.
Entonces, aunque no dan ganas, hay que ser comprensivos y compasivos con quienes, en las clases medias y populares, presentan el comportamiento extremo del lacayismo rampante. Son víctimas de un sistema de dominación diseñado para mantener a las masas sometidas voluntariamente. [Empezando por las masas del mismo Estados Unidos, pues de otro modo no se explican muchas cosas de allá. Pero ese es otro tema].
Tampoco puede culparse al cipayo silvestre de la falta de eficiencia, asertividad y potencia de las políticas desarrolladas por los gobiernos alternativos para contrarrestar esa operación permanente de las fuerzas imperiales y de sus aliados locales.
En el caso de Venezuela, si en 25 años no hemos sido capaces de desmontar los aparatos de control hegemónico, es una señal clara de que algo ha fallado. No algo, muchas cosas, en verdad. Y peor aún si nos encontramos a estas alturas con síntomas contrarios, es decir, con actitudes que promueven la visión neocolonialista desde el campo revolucionario.
Pero donde quizá radique el mayor éxito del aparato hegemónico es en el hecho de que la mentalidad cipaya es refractaria a las verdades que circulan acerca de Estados Unidos, venciendo refinados mecanismos de censura, en especial gracias a las omnipresentes redes sociales.
Muchas personas prefieren negar o ignorar los datos y los testimonios acerca de la desigualdad, la pobreza, el reinado de las drogas, la corrupción, el belicismo, las violaciones a los derechos humanos y otras taras de la sociedad estadounidense. Prefieren pensar que todas esas fallas y crímenes son exclusividad de nuestros países.
Ignoro si se ha hecho alguna encuesta o algún otro tipo de sondeo de opinión acerca de nuestra mentalidad lacaya. Si se ha hecho, sería pertinente divulgar y debatir sus términos y resultados. Si no se ha realizado, valdría la pena diseñar y hacer tal estudio. De seguro proyectará luz acerca de un fenómeno que tiene mucho peso en nuestra realidad política, social, económica y cultural.
Elaborado por: Clodovaldo Hernández / 06.02.2024 / Foto Internet
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